No tan lejos de España, Libia fue, desde
1969, el país de Muamar Muhamad Abu-minyar El Gadafi. Hasta su caída éramos su tercer
socio comercial, le vendimos material militar y constituía uno de nuestros
principales abastecedores de petróleo y gas. Se recordará que en el año 2007
El Gadafi realizó una visita a nuestro país, en parte privada, en parte
oficial, siendo recibido en la Moncloa por el entonces presidente del gobierno José
Luis Rodríguez Zapatero.
Pero en febrero de 2011 comenzó
el proceso de descomposición del
país africano, un estado cuya principal riqueza era y son sus vastos yacimientos petroleros. Tras el derrocamiento de El Gadafi los conflictos entre fuerzas
islamistas y seculares, tribus, etnias e injerencias exteriores han conducido a
un estado fallido con tres Gobiernos antagónicos, en un ambiente de caos
generalizado.
El efecto contagio de las revoluciones en Túnez y Egipto se
trasladó rápidamente a Libia y de un modo más violento, adquiriendo el carácter
de guerra civil. La capacidad de El Gadafi
para mantener a raya rivalidades regionales, locales o tribales fue socavada en
cuanto los rebeldes se hicieron con la Cirenaica
y su capital, Bengasi; el
ejército libio nunca fue muy grande ni muy poderoso y, repentinamente, había
perdido la zona oriental del país. Unas fortalecidas fuerzas armadas
oficialistas contraatacaron y pusieron sitio a la capital de los rebeldes. Pero
los aviones de la OTAN (19 de marzo de 2011) llegaron para apoyar a
éstos y un Gadafi huido y avejentado terminaría linchado
por la multitud (octubre).
A continuación, fue creado el Consejo Nacional de Transición (CNT), que aglutinaba
facciones bastante heterogéneas entre
sí, pero que compartían la oposición al omnipotente coronel beduino. El 7 de
julio de 2012 tuvieron lugar las primeras
elecciones democráticas tras 43 años de dictadura militar.
Los resultados de esos comicios
dieron forma a la polarización entre dos
grupos: los islamitas liberales de la Alianza de Fuerzas Nacionales (AFN); también
llamados “seculares”), que era el
partido favorito de Occidente; y el Partido Justicia y Construcción
(PJC), sucursal de los Hermanos
Musulmanes en Libia que, sumado a representantes independientes aliados,
forjaron una mayoría. Todo se complicó más con la creación de una Cámara de Diputados proveniente de la elecciones de 2014,
que con sólo un 18% de participación, fueron boicoteadas por el PJC.
Así pues, los Hermanos Musulmanes no aceptaron la creación de este
organismo paralelo, terminando por invadir Trípoli. La lucha contra estos
últimos (que se denominó Operación
Dignidad) estuvo liderada por el militar exiliado en EE.UU. y
antaño fiel colaborador de El Gadafi,
Jalifa Belqasim
Haftar, apoyado por la CIA, contando con el respaldo de la mayoría de las fuerzas
armadas. Había, pues, dos gobiernos
libios: el de los diputados de la AFN,
reagrupados en Tobruk; y el del
Congreso original, bajo control del PJC.
La violencia, alimentada además
por las ya citadas divisiones tribales, terminaría en una nueva guerra abierta. Y
para colmo, surgiría un nuevo grupo
en la pugna por el poder: los muyahidines
del Ansar alSharia (AAS), un grupo de milicias islamistas salafistas que
abogaban por la implementación de la estricta ley de la Sharia en toda Libia. Asimismo,
el conflicto que tenía lugar en la región suroeste del país entre las tribus tubu y tuareg ha venido siendo utilizado por ambos bandos en su propio
beneficio: el Gobierno tripolitano ha financiado y armado a los tubus y las
fuerzas de Haftar, a los tuaregs.
El 17
de diciembre de 2015, se firmó en Sjirat (Marruecos) un acuerdo para
formar un Gobierno unificado y provisional, formándose el Consejo Presidencial,
un órgano colegiado de nueve miembros, y
un Gobierno de Acuerdo Nacional, provisional de
diecisiete, que debía estar vigente hasta la celebración de nuevas elecciones
en un plazo de dos o tres años. Este plan de paz y unidad no llegó a materializarse por divisiones internas, mientras en el plano militar se lanzaron
importantes ofensivas por parte de todos los bandos para derrotar al Estado Islámico, contando también con el apoyo de Estados Unidos, Francia y Reino Unido. Sirte, bastión en la zona del ISIS, cayó en
diciembre de 2016, si bien los terroristas seguirían presentes en las incontrolables regiones del
desierto y a través de células durmientes.
En 2017 prosiguieron las numerosas luchas entre diversas facciones, muchas veces con el objetivo de
hacerse con el control de los pozos y puertos petrolíferos.
Ya desde 2016, Libia
era considerada internacionalmente como un
Estado fallido. En la actualidad tiene tres gobiernos simultáneos. El primero
es el Gobierno de Acuerdo Nacional
(GNA), con sede en Trípoli dirigido por Fayez Al
Serraj y mediado por
Naciones Unidas. El GNA debía ser
respaldado por la Cámara de Representantes de Tobruk, pero ésta ha rechazado su composición en dos ocasiones.
El segundo es el Gobierno de Salvación Nacional del ingeniero Jalifa Al-Ghawill, una escisión del Congreso Nacional General (GNC), el resucitado Parlamento libio originalmente elegido en 2012. Este gobierno también tiene su sede en Trípoli, pero ya no controla ninguna institución relevante y su influencia es menguante.
El
tercero, en Tobruk, al este del
país, ha sido reconocido por la comunidad internacional tras las elecciones de
2014. Lo lidera el general Haftar con la
aquiescencia de Egipto y los Emiratos Árabes Unidos.
Desde el
2011, las exportaciones de petróleo
se han reducido de 1,6 millones a 250.000 barriles diarios, y El FMI
estima que, en la trayectoria actual, Libia
agotará sus finanzas en 2019. El principal problema es que el control de los campos y terminales
petroleras está pasando constantemente de un grupo a otro. Asimismo, algunos analistas de seguridad describen el país como
un “bazar de armas”:
está repleto de ellas, provenientes del arsenal de El Gadafi, lo que resulta ideal para los yihadistas que huyen de
los bombardeos en Siria e Irak.
El
pasado mes de mayo el presidente francés Emmanuel Macron tomó la iniciativa de citar en Paris
a los dos principales líderes libios, Al Serraj y Haftar para intentar
poner fin a la inestabilidad Libia en
base a la celebración de elecciones
legislativas y presidenciales el próximo 10 de diciembre y la unificación
de las instituciones económicas y de seguridad bajo la autoridad civil. Pero Haftar, ahora el hombre fuerte de Libia al controlar tanto las principales infraestructuras
petroleras como la mayor fuerza militar que opera en el país, no contempla una opción distinta al uso de la
fuerza para destruir el “islam político” y sus
milicias, por lo que el espacio para una negociación real con Trípoli es bastante limitado. A esta primacía
de poder en la esfera interna ha de sumarse el apoyo que le brinda de manera
encubierta, Rusia.
General Jalifa Haftar
Fayed Al Serraj
Lo
cierto es que, en Europa, se está produciendo un efecto bumerán: una ingente
cantidad de refugiados e inmigrantes se desplaza hacia los países europeos
a causa de conflictos como el originado en Libia. “Si
la Unión Europea sigue delegando sus fronteras en países fallidos, lo siguiente
será la esclavitud y el fin de Europa” escribe la periodista italiana Loretta
Napoleoni.
Y la Organización
Internacional para las Migraciones (OIM) certificaba
en un comunicado la existencia de compraventa
de migrantes negros. Esta Organización afirma que en Níger se venden migrantes
como esclavos en plazas o en garajes de muchas ciudades y refiere que se
pagan entre 200 y 500 dólares por cada una de estas personas. La cruel
realidad es que hoy comercian con seres humanos, desde el desierto a la costa
libia, organizaciones criminales, grupos
armados y diferentes redes de contrabandistas que extorsionan, torturan,
violan y matan a los migrantes que quieren llegar a Europa.
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